Hemos de abandonar definitivamente la esperanza ingenuamente optimista del siglo XIX de que las «luces» de los seres humanos se desarrollarían a la par que la técnica. Quien aún hoy se complace en tal esperanza no es sólo un supersticioso, no es sólo una reliquia de antaño.
[…] Cuanto más trepidante es el ritmo del progreso, cuanto mayores son los efectos de nuestra producción y más compleja la estructura de nuestros aparatos, tanto más rápidamente pierden nuestra representación y nuestra percepción la fuerza de avanzar al mismo ritmo, cuanto más rápidamente se eclipsan nuestras «luces», más ciegos nos volvemos.
Gunther Anders, Nosotros, los hijos de Eichmann (1964)
Nuestra concepción de la historia ha sido fundamentalmente lineal. A pesar de monstruosas contradiccionescomo las de Auschwitz o Hiroshima, rápidamente reprimidas gracias a la inconsciencia mecánica, el mito del progreso se ha mantenido sólido durante las últimas décadas. Ha demostrado ser capaz de encajar golpes, de aceptar incluir algunos matices, y hoy parece que sigue estando plenamente armado para hacer frente al desencanto que inspira la catástrofe climática que se acelera ante nuestros ojos. “Ante nuestros ojos” posiblemente sea una mala expresión. Hace mucho tiempo que existe un “desfase” entre las acciones que realizamos dentro del aparato productivo y las consecuencias de estas acciones. No porque sean imperceptibles, demasiado pequeñas para ser captadas por nuestros sentidos y nuestra razón, sino porque se han vuelto (demasiado) inmensas.
La ola de calor –eufemismo que refleja la incapacidad del lenguaje y, por tanto, de nuestra capacidad para representar las cosas en el ámbito de lo sensato y lo racional– que actualmente recorre vastas zonas del planeta es tristemente indicativa de ello. No es posible para los humanos concebir la inmensidad de lo que está ocurriendo, terrible consecuencia de un siglo y medio de industrialización. Cientos de hectáreas de bosque arden en Siberia, pájaros deshidratados caen del cielo en el estado indio de Gujarat, seres humanos se asfixian y mueren a causa de un calor dantesco (nuevo récord de 51°C) que ha invadido la India y Pakistán, mientras que los torrentes de lodo desatados por el repentino deshielo de los glaciares y el desbordamiento de los lagos de las tierras altas arrasan todo lo que encuentran a su paso (incluidas ciudades y pueblos pakistaníes). Decenas de millones de personas hacinadas en ciudades de estos dos países ahora dependen de la llegada diaria de camiones cisterna con agua potable para sobrevivir.
Rompiendo todos los esquemas de linealidad tan apreciados en nuestra concepción histórica, el mundo del mañana ya está sucediendo hoy, un mundo en el que territorios enteros se vuelven inhabitables. Entonces nos aferramos desesperadamente a los modelos provisionales de ayer, rápidamente desmontados por la aceleración y el desbordamiento inesperado de tantos factores climáticos y sus retroalimentaciones, para tratar de imaginar ese famoso mundo de mañana. Durante los últimos meses se está volviendo a abrir paso, pero sigue revelando tan sólo una parte de su violencia mortal. Y de 1,2 grados, hasta los 2 o 3 grados de incremento, aumenta la probabilidad de que ese mundo del mañana se establezca de forma permanente e irremediable.
Al contrario de lo que se podría pensar, es llegando al final del sprint cuando alcanzamos nuestra máxima velocidad. Es cuando todo el cuerpo está preparado para realizar el mayor esfuerzo, para lograr la coordinación perfecta entre el movimiento muscular, la circulación sanguínea, los latidos del corazón y la respiración. Es el momento en el que “lo das todo”, justo antes de tener que aceptar que el cansancio se abrirá paso en tu cuerpo. La aceleración de la expansión de la civilización termoindustrial en los últimos años y la devastación planetaria que implica, parecen corresponder perfectamente con esta última fase del sprint. De hecho, parece que el organismo ya está fallando.
Por poner un ejemplo, el año pasado se batieron cuatro tristes récords. 2021 fue uno de los años más calurosos de los que se tiene constancia. La concentración de gases de efecto invernadero alcanzó un nuevo pico mundial en 2020, cuando la concentración de dióxido de carbono (CO2) alcanzó 413,2 partes por millón (ppm) en todo el mundo, lo que supone un 149% del nivel preindustrial. Como resultado, la temperatura del océano también alcanzó un récord el año pasado. Y aunque absorba cerca del 23% de las emisiones humanas anuales de CO2, ralentizando el aumento de su concentración en la atmósfera, el dióxido de carbono reacciona con el agua del mar y provoca la acidificación de los océanos, dañando de forma permanente las condiciones para la vida en las aguas. Además, el aumento del nivel del mar también ha alcanzado un nuevo récord, con una subida dos veces más rápida que a principios del siglo XXI. Por último, el agujero de la capa de ozono sobre la Antártida nunca había sido tan grande y profundo como en 2021.
En esta carrera hacia el abismo, a principios de este año se superaron dos nuevos hitos: el quinto y el sexto “límite planetario” – los procesos naturales que aseguran la perpetuación de la vida en condiciones de existencia “aceptables”.
A principios de año se superó el umbral crítico de “introducción de nuevas sustancias en la biosfera“: la contaminación química de nuestro entorno. Antes de este quinto desbordamiento, la civilización industrial ya había rebasado los umbralesdel cambio climático, la diversidad genética (causando la pérdida de biodiversidad), comprometido el uso de la tierra y alterado el ciclo del fósforo y el nitrógeno. Unos meses más tarde, le llegó el turno al “sexto límite”: el ciclo del agua dulce. El agua dulce es la savia de la biosfera y, por tanto, esencial para mantener unas condiciones ambientales y climáticas sostenibles. Se suele distinguir entre el “agua azul”, la que nuestro consumo todavía no ha puesto en peligro, que corresponde al agua proveniente de las precipitaciones y que acabará almacenada en lagos, embalses o en el océano. Por otra parte, está el “agua verde”, que también procede de las precipitaciones atmosféricas y es absorbida por las plantas. Es esta agua la que se ve afectada. “La interferencia humana en el agua verde ha alcanzado ya una escala tal que aumenta el riesgo de cambios no lineales a gran escala y pone en peligro la capacidad del sistema terrestre de permanecer en las condiciones del Holoceno“, señala un estudio al respecto. Esta “agua verde” es, entre otras cosas, crucial para la evaporación, y por tanto para regular la atmósfera, así como para la humedad del suelo, que impide que los bosques se sequen. Para ilustrar las consecuencias, podríamos evocar la imagen del Amazonas, que se acerca a un punto de inflexión en el que grandes zonas podrían pasar de ser bosques tropicales a territorios de tipo sabana. En el mismo mes de abril en que se superó este límite del ciclo del agua dulce verde, nos enteramos de que en la Amazonía ya ni siquiera esperan a que se seque la selva. La deforestación industrial ha batido todos los récords: en un mes se ha talado el equivalente a 1.400 campos de fútbol.
Y con el calor, el mundo se seca. En Francia, el termómetro sube y las reservas de agua bajan. En el Cuerno de África, “la peor sequía de la historia” amenaza con la inanición a 20 millones de personas. En Chile, los cortes de agua son ya habituales. Este año, “más de 2.300 millones de personas se enfrentarán al estrés hídrico. Desde el año 2000, el número y la duración de las sequías han aumentado un 29%“, según un informe sobre la desertización mundial. La sequía forma parte de un círculo vicioso: menos agua significa menos fotosíntesis por parte de las plantas y, por tanto, menos almacenamiento de CO2… con lo que los ecosistemas se convierten gradualmente en emisores de carbono, especialmente durante las sequías extremas. En los ecosistemas europeos, por ejemplo, la fotosíntesis se redujo un 30% durante la sequía del verano de 2003, lo que supuso una liberación neta de carbono estimada en 0,5 gigatoneladas. Y aunque la cantidad de lluvia que caiga en un año sea la misma, no se distribuirá de la misma manera que hoy: en términos generales serán lluvias intensas y largos períodos de sequía. “Si no se intensifican las medidas, se calcula que 700 millones de personas correrán el riesgo de verse desplazados por la sequía de aquí a 2030” según el informe. De aquí a 2050, las sequías podrían afectar a más de tres cuartas partes de la población mundial y hasta 216 millones de personas podrían verse obligadas a emigrar. Para entonces, entre 4.800 y 5.700 millones de personas vivirán en zonas donde el agua escasea al menos un mes al año, frente a los 3.600 millones actuales.
Las tormentas de arena que han azotado a Irak con especial dureza en los últimos dos meses son otro ejemplo de las consecuencias de la desertificación. En todo el mundo, el desierto avanza de manera inexorable. Sus nubes anaranjadas entierran ciudades. Hay falta de agua y el suelo se está degradando. En Irak, mientras miles de personas son hospitalizadas con problemas respiratorios debido al “diluvio de arena”, el lago Sawa ha desaparecido por completo y se espera que el país experimente “272 días de polvo” al año durante las próximas dos décadas. Se calcula que el 70% de la masa terrestre mundial ya ha sido transformada por las actividades humanas, y hasta el 40% está degradada, principalmente a causa de la deforestación, los monocultivos intensivos, la minería y la urbanización. A causa del polvo, cada año se pierden 12 millones de hectáreas, el equivalente a la superficie de Benín. Esta desertificación, la destrucción del suelo y, en general, las consecuencias del cambio climático están implicadas en casi la mitad de los conflictos armados actuales del mundo, si nos atenemos sólo a este aspecto .
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« Si ayer se verificó el monstruo, no es porque existiese “todavía” ayer, sino porqueexistía “ya” ayer; (…) porque los de ayer fueron precursores de nuestro monstruoso mundo de hoy y de mañana. “Porque es indiscutible que la maquinización del mundo –y por tanto nuestra co-maquinización–, ha progresado desde ayer de la forma más aterradora”.
Gunther Anders, Nosotros, los hijos de Eichmann (1964)
Estos esbozos altamente cuantificados de la agonía del planeta y de los seres vivos no pueden salvar la distancia entre nuestra percepción y nuestra representación. Un acontecimiento tan enorme, tan monstruoso, tan global como el cambio climático y la devastación de las condiciones de vida supera definitivamente nuestra capacidad de comprensión. ¿Sería demasiado arriesgado evocar un posible paralelismo, una posible continuidad incluso, entre los sistemas que integraron a millones de buenas personas como engranajes de una máquina industrial que gaseó y quemó a más de 6 millones de personas, o que empleó a otros millones de personas en el diseño y el uso efectivo de la bomba atómica… y los miles de millones atrapados hoy en los engranajes de un industrialismo forzado, cuyo horizonte sólo puede ser un holocausto de los vivos?
Se puede argumentar que tal continuidad no existe, no puede existir, dado que el exterminio de los judíos (y de otros) fue un proyecto deliberado ideado por los nazis; que la selección de Hiroshima y Nagasaki para perpetrar los asesinatos masivos atómicos fue una elección realizada según criterios políticos y científicos establecidos por un grupo muy concreto de generales, políticos y científicos. Podría decirse que no existe un plan deliberado para destruir los seres vivos (aunque los proyectos de “eugenesia climática” siempre han acompañado el auge del industrialismo para “torcer la cola de la naturaleza”, para “dominar las fuerzas de la naturaleza”, para corregir “defectos” o, más recientemente, para encaminar a la humanidad hacia un destino transhumanista o para domar el clima mediante la “geoingeniería”). No obstante, esto no impide que la intoxicación del mundo siga ahí. La exposición de los vivos a miles de explosiones nucleares es un hecho consumado. La sustitución de las plantas por quimeras modificadas genéticamente en nombre de la eficiencia económica está en curso.
Que actuemos con pleno conocimiento de causa, que sigamos anteponiendo un objetivo concreto (la expansión y la acumulación) a cualquier otra consideración, incluso cuando las consecuencias son tan nefastas que amenazan la propia continuidad de la vida en la Tierra; que por otro lado, de cara a la división del trabajo, no hacemos nada, o casi nada, para oponernos a la huida hacia delante de esta megamáquina exterminadora, al contrario, seguimos sin rechistar demasiado (salvo, quizás, para reclamar una mayor parte del botín de la depredación), realizando nuestro trabajo en refinerías, start-ups, plantas químicas, despachos, cuando, en definitiva, “nos negamos expresamente a saber lo que hacemos“, cuando “nos cegamos voluntariamente ante las consecuencias de nuestros actos, promovemos la ceguera de los demás y no la combatimos“, ¿no estamos ante una lógica eichmanniana?
Desde luego, no se puede admitir que Eichmann sólo hiciera su trabajo tal y como defendió en su juicio, y menos aún al principio. Para organizar los transportes a los campos de exterminio, debía tener el objetivo bien claro. No era “sólo” un engranaje –aunque, ante la monstruosidad, ese “sólo” suene inapropiado–. Pero es posible que más tarde se acostumbrara a su trabajo, que acabara absorbido por las tareas a realizar, y que en su mente el objetivo fuera sustituido por los cálculos, por el enfoque primordialmente técnico. Es en este sentido que podemos descubrir hoy, ante las consecuencias nefastas de nuestros actos, una actitud “digna” de un Eichmann manos a la obra.
Para evitar cualquier cosa que pueda parecerse a una especie de “culpa colectiva”, la gente ha llegado a intentar argumentar que bajo el régimen de Hitler, la gente no era necesariamente consciente del destino reservado a los judíos y al resto de deportados. Que el gaseo e incineración de seis millones de personas siguió siendo un secreto bien guardado del régimen de Hitler y del complejo industrial en que se conviertieron las SS encargadas del exterminio. Sin embargo, no había ningún alemán que no lo supiera, y si alguien realmente no lo sabía, era porque no quería saberlo – que viene a ser lo mismo. Ciertamente, no se puede decir que “todos los alemanes” tuvieran en mente el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales y enfermos mentales, pero eso no impidió que una gran mayoría contribuyese. Ya sea directa o indirectamente. No tienen la misma responsabilidad que un Eichmann o un guardia de Dachau, no tienen la misma implicación pero formaban parte de la máquina. Aquí es donde vemos el efecto del carácter mecánico en el trabajo, y de hecho, es indiscutible que desde Auschwitz, el mundo se ha vuelto más similar a una máquina.
A pesar de estar al corriente, de que hayamos empezado a sentirlo en nuestras carnes, de que la gestión estatal de la información no nos impida saber que en India y Pakistán la gente se asfixia en los hornos en que se han convertido las ciudades a consecuencia del proyecto industrial, ¿acaso es de extrañar que a pesar de todo sigamos haciendo nuestro trabajo? Y no sólo eso, sino que además ¿tratemos como terroristas extremistas que merecen ser encerrados a quienes se oponen por la fuerza, a quienes intentan destruir lo que nos destruye, aquienes a pesar del pesimismo que engendra su lucidez crítica eligen arriesgarse antes que seguir el juego? Entonces, ¿incluso entre aquellos que pretenden ser lúcidos y que no marchan ciegamente al son del industrialismo triunfante, resulta demasiado fácil entregarse al falso sucedáneo en lugar de a la acción real, el consuelo moral de un ligero distanciamiento del frenesí consumista en lugar del esfuerzo y el riesgo que supone un intento real de cortocircuitarlo, o bien la resignación cínica que acaba regodeándose en la depreciación, incluso el desprecio, de quienes todavía atacan y se atreven a enamorarse de la libertad en un mundo encadenado?
Mientras tanto la situación sigue empeorando. El cambio climático ya no está a las puertas, ha entrado con paso firme en la casa de la civilización industrial. Las hambrunas y sequías, las olas de calor y las tormentas devastadoras, la deforestación y la desertificación, el deshielo de los glaciares y la extinción masiva de especies azotan un planeta donde los humanos siguen creyendo que tras las adversidades les espera un futuro mejor. La realidad está ahí para desmentir esta creencia definitivamente. Tener esto en cuenta y actuar en consecuencia es contribuir a romper el abrazo mortal de la lógica eichmanniana.
Traducido de Avis de tempêtes, n. 54, 15 junio 2022. Traduccion recibida por mail.