En Bihar, uno de los estados más pobres y poblados de la India, la gota que colmó el vaso fue el miércoles 15 de junio, antes de extenderse a otras regiones, cuando miles de manifestantes comenzaron a atacar los intereses del Estado en una docena de ciudades. En Nawada, se prendió fuego a una oficina del partido gobernante (el ultranacionalista BJP), en Rewari se bloqueó la crucial autopista que une el estado de Rajastán con Nueva Delhi, en Gwalior se saqueó la estación de tren y se dañaron los trenes, en Secunderabad, Ballia, Arrah, En Buxar y Lakhisarai cientos de manifestantes prendieron fuego a vagones de tren, en Palwal atacaron la residencia del subcomisario de la ciudad y quemaron cinco coches de policía, en Bettiah atacaron la casa del viceministro (BJP) del estado y en Aligarh incendiaron el coche de un dirigente local del BJP. En total, en sólo tres días, además de que trenes enteros fueron consumidos por la ira y otros 300 vieron cancelada su salida, cientos de manifestantes fueron detenidos y decenas murieron o resultaron heridos por las balas de la policía, mientras que Internet fue suspendido por el gobierno en 12 distritos de Bihar.
Pero, ¿qué tiene el Estado indio que ha provocado toda esta ira? ¿Fue su inacción ante el calentamiento global, que provocó inusuales olas de calor de hasta 50ºC de marzo a mayo, una pérdida del 10 al 35% en el rendimiento de las cosechas en este granero de Asia, o las lluvias monzónicas más intensas en dos décadas que inundaron y arrasaron dos millones de hogares en 4.000 pueblos de la región de Assam (con decenas de muertos) a mediados de junio? No, lo que inflamó las mentes de los más pobres hasta el punto de llevarles a reducir a cenizas muchas estructuras estatales fue nada menos que el anuncio del vasto plan de reestructuración del ejército del país, que vino a destrozar sus sueños de una futura carrera militar que les asegurara un mejor empleo, matrimonio, casa y pensión.
Después de China, con sus 2,3 millones de soldados, la India tiene el segundo ejército más grande del mundo -lo que también lo convierte en el segundo creador de empleo del país- y ha decidido, al igual que su poderoso competidor, reducir su personal. En concreto, a los 46.000 jóvenes contratados este año en el ejército indio sólo se les ofrecerá un contrato de cuatro años, tras el cual sólo el 25% se mantendrá durante otros 15 años con los beneficios de los asesinos de Estado. Esto ha desencadenado una ola de ira entre los jóvenes desempleados de las regiones más pobres.
Más allá de la decepción de algunos de sus ciudadanos que habían depositado su dignidad en el más sangriento de los patriotismos, el Estado indio se limita a seguir la carrera armamentística mundial, recortando su reducido personal para reinvertir el dinero en una mayor tecnificación. En 2021, por ejemplo, se han gastado más de 2.000.000 millones de dólares en gastos militares en el mundo, mientras que en el momento álgido de la Guerra Fría, en los años 80, este gasto se acercaba a los 1.500.000 millones, y los tres primeros puestos los ocupan actualmente Estados Unidos (800.000 millones), China (293.000 millones)… e India (77.000 millones). Este ritmo infernal es compartido por todos los países del viejo continente, cuyo símbolo es sin duda la rica Alemania, que ha pasado de su hipócrita “Nie wieder Krieg” posterior a 1945 a una revisión de su Constitución votada casi por unanimidad el pasado 3 de junio, con el fin de grabar en piedra la creación de un fondo especial de 100.000 millones de euros destinado a rearmar el país. Dentro de la OTAN, estas cantidades forman parte del viejo objetivo de alcanzar el 2% del PIB dedicado al gasto militar, lo que ha llevado a Italia a aumentar su presupuesto de 25 a 38.000 millones de euros anuales para 2028, o a la pequeña Bélgica de 5 a 10.000 millones para 2035. Después de los miles de millones vertidos en Europa para “reactivar la economía” post-confinamiento, he aquí como se utiliza la guerra en Ucrania como pretexto para acelerar sus planes de inversión masiva en la industria bélica.
El 13 de junio, en la inauguración de la gran feria de armamento Eurosatory, celebrada junto a París, el miserable encorbatado al frente del país llegó a hacer un anuncio sensacional acorde con los tiempos: Francia había entrado en una “economía de guerra“. Pero, ¿qué significa esto, aparte de justificar, como en otros lugares, el enésimo aumento del presupuesto militar (de 41 a 50 mil millones de euros anuales para 2025) y el almacenamiento de municiones, proyectiles y otros misiles que la guerra en Ucrania está agotando demasiado rápido? Más allá de los asombrosos gastos, los ejércitos modernos se enfrentan a un doble problema: Por un lado, el aumento de las inversiones en investigación tecnológica, cuyas sumas nacionales no garantizan necesariamente resultados convincentes en la competencia internacional en este campo, y por otro, el tiempo necesario para fabricar equipos cada vez más sofisticados, que se alarga aún más por carencias como la que afecta al sector de los semiconductores o las tensiones en torno a ciertas materias primas (¡el tiempo de producción de un solo cañón de largo alcance Caesar, la joya de la corona de la industria militar francesa, ha pasado de nueve meses a dos años! ).
Es aquí donde la cuestión se vuelve ciertamente mucho más interesante para aquellos que no pretenden resignarse a esta nueva fase de aumento del poder asesino de los Estados, que obviamente no sólo concierne a las intervenciones armadas externas, sino también a todos los sujetos encerrados dentro de sus fronteras. Porque ¿cómo imaginar que en un momento en que las consecuencias climáticas sobre las poblaciones se aceleran a gran velocidad, la cuestión de su gestión militarizada no esté en el orden del día? En este sentido, es bastante significativo que el Primer Ministro belga haya puesto recientemente como ejemplo las graves inundaciones que afectaron a Valonia en 2021… para exigir un aumento del presupuesto militar. Más ampliamente, para resolver los problemas de temporalidad y criticidad del complejo militar-industrial que el maná financiero no puede resolver por sí solo, la “economía de guerra” que se acaba de decretar significa una drástica integración con fines militares de todos los sectores civiles que se consideren necesarios.
Siguiendo el ejemplo del Programa del Sistema de Prioridades y Asignaciones de Defensa (DPAS) -que autoriza al Estado norteamericano a requisar recursos humanos y materiales con fines de seguridad nacional-, la Direction Générale de l’Armement (DGA) francesa está en proceso de identificar todas las empresas industriales y tecnológicas vitales que aún no son de doble uso, es decir, que no trabajan tanto para el sector civil como para el militar. En el marco de la actual revisión de la ley de programación militar 2019-2025, el ejemplo aportado por los asesinos con galones es la posibilidad de una requisición estatal de pymes del sector de la mecánica de precisión, con el fin de ponerlas temporalmente a disposición de un fabricante de armas para que éste pueda acelerar sus ritmos y su ciclo de producción. El segundo ejemplo se refiere al suministro de materias primas críticas (titanio, aceros especiales, metales raros y ciertos componentes electrónicos), de las que el Estado desea asignar una parte prioritaria a su industria de guerra y a sus subcontratistas, en particular requisando las existencias latentes aquí y en las empresas. Y, de hecho, en este caso, el gobierno no sólo se limita a hablar de boquilla, sino que planea dirigir una parte más sustancial de la economía hacia sus objetivos belicistas.
Hoy, el viejo eslogan antimilitarista “la guerra empieza aquí” parece más pertinente que nunca, siempre que uno quiera tomárselo en serio y abrir mínimamente los ojos, para dirigirlos hacia los colaboradores con las manos manchadas de sangre que se multiplican bajo apariencias a veces inocuas.
Por ejemplo, algunos de los dominios tecnológicos más recientes se sitúan inmediatamente bajo el signo de la doble aplicación civil y militar, en particular en todo lo que se refiere a la inteligencia artificial, la simulación, la robótica o la realidad virtual, como atestiguan las 67 start-ups presentes en el salón de Eurosatory, como Conscious Labs (París-15), especializada en neurotecnologías, o Cilas (Orleans), con su láser antidrones.
Otras conforman la red de miles de pequeñas empresas de doble uso más tradicionales, que ya suministran a los grandes grupos armamentísticos (Thales, Dassault, Aubert & Duval, Arquus, Nexter), sabiendo que “Dassault tiene cinco mil proveedores para su Rafale” y que “basta con que uno se atasque para que todo se paralice“, como se recordaba recientemente un ingeniero en prensa especializada. Y para los que les falte imaginación en la materia, desde 2019 existe incluso una etiqueta “Utilizada por las Fuerzas Armadas Francesas” (UAF) otorgada por el ministerio del mismo nombre, la número 300 de las cuales fue a parar a la empresa Musthane (Willems, en el norte de Francia) por sus placas antideslizamiento para vehículos blindados, y una de las primeras fue concedida a Cailab (Rennes), que diseña componentes ópticos para telecomunicaciones.
Que las fuerzas armadas intervengan en caso de cualquier catástrofes excepto “naturales” ya es un hecho. Que se preparen para hacerles frente de manera creciente (ya sea pensando simplemente en desplazamientos forzados de población, guerras por los recursos o estallidos de revuelta que las consecuencias del calentamiento global sólo pueden exacerbar) tampoco es una novedad. Pero el hecho de que hayamos pasado oficialmente de una guerra de la economía a una economía de la guerra quizás sea más novedoso. Una de las consecuencias, sin duda, tomad nota de ello, es el dejar de ver con los mismos ojos a todas esas pequeñas empresas que pululan a nuestro alrededor, participando nolens volens* en la militarización en curso. Y para que sepan lo que pensamos, cada uno a su manera.
Traducido de Avis de tempêtes, n. 54, 15 junio 2022. Traduccion recibida por mail.
[NdT]* Volens nolens: quiera o no quiera